Interludio...
"El conocer los procesos del subconsciente preparó ya desde muy pronto la relación con el mundo. En el fondo era ya en mi infancia tal como hoy es todavía. De niño me sentía aislado, y aún hoy lo soy, porque sé cosas y debo señalar que de ellas aparentemente nadie sabe nada ni quieren en su mayoría saberlas. La soledad no nace porque uno no tenga a nadie a su alrededor sino más bien porque las cosas que a uno le parecen importantes no puede comunicarlas a los demás, o considera válidas ideas que los demás tienen por improbables. El aislamiento comenzó con la vivencia de mis primeros sueños y alcanzó su punto, su punto culminante, en la época en que me ocupé del inconsciente. Cuando un hombre sabe más que los demás se queda solo. Pero la soledad no surge necesariamente en oposición a la comunidad, puesto que nadie siente más la comunidad que el solitario, y la comunidad florece tan sólo allí donde cada individuo rememora su propia singularidad y no se identifica con los demás.
Es importante que tengamos un secreto y el presentimiento de algo incognoscible. Ello llena la vida de algo impersonal, de un numinoso. Quien no ha experimentado esto se ha perdido algo importante. El hombre debe percibir que vive en un mundo que en cierto sentido es enigmático. Que en él suceden y pueden experimentarse cosas que permanecen inexplicables, y no tan sólo las cosas que acontecen dentro de lo que se espera. Lo inesperado y lo inaudito son propios de este mundo. Sólo entonces la vida es completa. Para mí la vida fue desde sus comienzos infinitamente grande e incomprensible"Tomado de: Recuerdos, Sueños, Pensamientos - Carl G. Jung (ISBN: 9788432208294)
Lady Lazaro (Sylvia Plath)
He vuelto a hacerlo.
Una vez por decenio
me las compongo...
Especie de milagro andante, mi piel
que destella como una pantalla de lámpara nazi,
mi pie derecho
pisapapeles,
mi rostro sin rasgos, delicada
tela judía.
Arráncame el paño,
oh enemigo mío.
¿Infundo terror?...
¿La nariz, las cuencas de los ojos, todos los dientes?
El aliento agrio
en un día se irá.
Pronto, pronto la carne
que devoró la tétrica caverna
en mí estará a sus anchas
y seré una mujer que sonríe.
No tengo más que treinta años.
Y, al igual que los gatos, siete ocasiones para morir.
Ésta es la Número Tres.
¡Qué basura
a aniquilar cada diez años!
¡Qué millón de filamentos!
La multitud de mascacacahuetes
se apelotona para mirar
cómo me desenvuelven de pies y manos
¡Gran strip-tease!
Caballeros señoras:
éstas, pues, son mis manos.
Mis rodillas.
Puedo estar en los huesos,
pero, no obstante, sigo siendo la misma idéntica mujer.
La primera vez que sucedió yo tenía diez años.
Fue un accidente.
La segunda vez estaba decidida
a seguir hasta el fin, a no regresar nunca.
Meciéndome, me cerré
como una concha.
Tuvieron que llamarme una y otra vez,
que arrancarme uno a uno los gusanos, como perlas pringosas.
Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.
Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Es bastante fácil hacerlo, y quedarse esperando.
Es la teatral
reaparición a pleno día,
en el mismo lugar, ante la misma cara, al mismo bestial
y divertido grito
-¡es un milagro!-,
que te deja inconsciente.
Hay que pagar,
por verme las cicatrices; hay que pagar
por escucharme el corazón...
Late de veras.
Y hay que pagar; hay que pagar muchísimo,
por palabra o contacto,
o un poquito de sangre
o un jirón de mi pelo o de mi ropa.
¿Y pues, Herr Doktor?
¿Y pues, Herr Enemigo?
Soy tu opus,
soy tu inversión,
el bebé de oro puro
que se funde en un grito.
Me doy vuelta y me abraso.
No creas que no estimo tu preocupación en todo lo que vale.
Ceniza, ceniza...
que eres tú quien atiza y quien remueve.
Carne, hueso, no queda nada...
Una pastilla de jabón.
Un anillo de boda.
Un empaste de oro.
Herr Dios, Herr Lucifer;
tened cuidado,
tened cuidado.
De las cenizas
con el cabello rojo me levanto
y me como a los hombres como aire.
Siempre caro me fue este yermo cerro
y este seto, que priva a la mirada
de tanto espacio del último horizonte.
Mas, sentado y contemplando, interminables
espacios más allá de aquellos, y sobrehumanos
silencios, y una quietud hondísima
en mi mente imagino. Tanta, que casi
el corazón se estremece. Y como oigo
el viento susurrar en la espesura,
voy comparando ese infinito silencio
con esta voz. Y me acuerdo de lo eterno,
y de las estaciones muertas, y de la presente
y viva, y de su música. Así que, entre esta
inmensidad, mi pensamiento anego,
y naufragar me es dulce en este mar.
Aquí, en la árida falda
del formidable monte,
desolador Vesubio,
a quien ni árbol ni flor alguna alegran
tu césped solitario en torno esparces
olorosa retama
contenta en los desiertos. Te vi antes
adormar con tus matas la campiña
que circunda la villa
que del mundo señora fue en un tiempo,
y del perdido imperio
parecen con su aspecto grave y triste
ofrecer fe y recuerdo al pasajero.
Vuelvo hoy a verte en este suelo, amante
de desiertos lugares de tristeza,
de afligida fortuna siempre amiga.
Estos campos sembrados
de ceniza infecunda y recubiertos
de empedernida lava
que resuena so el paso al peregrino,
en que anida y tomando el sol se enrosca
la sierpre, y donde vuelve
el conejo a su oscura madriguera,
fueron cultas y alegres
ciudades y mies rubia; fueron eco
de mugir de rebaños,
palacios y jardines
pasa ocio de los ricos
grato refugio, y ciudades famosas
a las que fulminando por su boca
torrentes ígneos el altivo monte
con su pueblo oprimió. Todo hoy en torno
una ruina envuelve
donde tú, flor hermosa, hallas tu asiento,
y cual compadeciendo ajeno daño
mandas al cielo perfumado aroma
que al desierto consuela. A estas playas
venga aquel que acostumbra con elogio
ensalzar nuestro estado, verá cómo
natura en nuestra vida
amorosa se cuida. El poderío
en su justa medida
podrá estimar de la familia humana,
a la que sin piedad, en un momento,
su nodriza, con leve movimiento,
cuando menos lo espera, en parte anula
y con poco más puede en un instante
del todo deshacerla.
Ved de la gente humana
pintada en esta playa
la suerte progresiva y soberana.
Mírate en este espejo,
siglo soberbio y loco,
que el camino marcado
de antiguo el pensamiento abandonaste,
y tus pasos volviendo,
tu retorno procura.
Tu inútil charla los ingenios todos,
de cuya suerte el padre te hizo reina,
adulan, mientras tanto
que tal vez en su pecho
hacen de ti ludibrio.
Con tal baldón no bajaré so tierra,
y bien fácil me fuera
imitarlos y adrede desbarrando
serte grato cantándote al oído!
Mas antes el desprecio, que en mi pecho
para contigo guardo,
mostraré lo más claro que se pueda;
aunque sé que el olvido
cae sobre quien increpa a su edad propia.
De este mal que contigo
participo, me río yo hasta ahora.
Soñando libertad, al par esclavo
queréis al pensamiento,
el solo que nos saca
de la barbarie en parte; y por quien sólo
se crece en la cultura; él sólo guía
a lo mejor los públicos negocios.
La verdad te disgusta,
del ínfimo lugar y áspera suerte
que natura te dio. Por eso tornas,
cobarde, las espaldas a la lumbre
que nos la muestra y, fugitivo, llamas
a quien la sigue, vil,
y tan sólo magnánimo
al que con propio escarnio, o de los otros
o ya loco o astuto redomado,
exalta hasta la luna el mortal grado.
El hombre pobre y de su cuerpo enfermo
que tenga el alma generosa y grande,
ni se cree ni se llama
rico de oro o gallardo,
ni de espléndida vida y de excelente
salud entre la gente
hace risible muestra;
mas de riqueza y de vigor mendigo
sin vergüenza aparece; así se llama
cuando habla francamente y a sus cosas
las estima en lo justo.
Nunca creí magnánimo
animal, sino necio
el que a morir viniendo a nuestro mundo,
y entre penas criado, aún exclama:
«¡para el goce estoy hecho!»
y de fétido orgullo
páginas llena, gloria grande y nueva
felicidad que el pueblo mismo ignora,
no ya el orbe, en el mundo prometiendo
a pueblos que una onda
del mar turbado, un soplo
de aura maligna, un soterraño empuje,
de tal modo destruye, que memoria
de ellos apenas queda.
Índole noble aquella
que a alzar se atreve frente al común hado
ojos mortales, y con franca lengua
sin amenguar lo cierto,
confiesa el mal que nos fue dado en suerte;
¡estado bajo y triste!
la que arrogante y fuerte
se muestra en el sufrir, y ni odio ni ira
de hermanos los más graves
de los daños, agrega
a sus miserias, inculpando al hombre
de su dolor, sino que culpa a aquella
culpable de verdad, de los mortales
madre en el parto, en el querer madrastra.
A ésta llama enemiga, y comprendiendo
que ha sido unida a ella
y ordenada con ella en un principio
la humana compañía,
los hombres todos cree confederados
entre sí, los abraza
con amor verdadero, les ofrece
y espera de ellos valerosa ayuda
en las angustias y el peligro alterno
de la guerra común. Y a las ofensas
del hombre armar la diestra, poner lazo
y tropiezo al vecino,
tan torpe juzga cual sería en campo
que el enemigo asedia, en el más rudo
empuje del asalto,
olvidando al contrario, acerba lucha
emprender los amigos
sembrar la fuga y fulminar la espada
entre sí los guerreros.
Cuando tales doctrinas
vuelven a ser patentes para el vulgo,
y aquel horror prístino
que ató a los hombres en social cadena
sabiduría vuelva a renovarlo,
el sencillo y honesto
comercio de las gentes,
la piedad, la justicia, raíz distinta
tendrán entonces, y no vanas fábulas
en que se funda la honradez del vulgo
cual en pie se sustenta
quien su remedio en el error asienta. 1
Con frecuencia en la playa
desierta, que de luto
de lava el flujo endurecido viste,
paso la noche viendo
sobre la triste landa
en el nítido azul del puro cielo
llamear de lo alto las estrellas
que a lo lejos refleja el océano,
y a chispazos brillar en torno todo
por la serena bóveda de] mundo.
Cuando fijo mi vista en esas luces
que un punto nos parecen,
cuando son tan inmensas
que la tierra y el mar son a su lado
un punto, y a las cuales
no sólo el hombre, sino el globo mismo
donde nada es el hombre
ignotos son del todo, y cuando veo
sin fin, aún más remotos
los tejidos de estrellas
que niebla se nos muestran, y no el hombre
no ya la tierra, sino todo en uno
el número de soles infinito,
nuestro áureo sol, mientras estrellas todas
desconocen, o bien les aparecen
como ellas a la tierra,
luz nebulosa; ante mi mente entonces
¿cómo te ostentas, prole
del hombre? Y recordando
tu estado terrenal, de que da muestra
este suelo que piso, y de otra parte
que tú fin y señora
te crees de todo, y que tantas veces
te agrada fantasear en este oscuro
grano de arena que llamamos Tierra
que los autores de las cosas todas
a conversar bajaron con los tuyos
por tu causa, y ensueños
ridículos y viejos renovando
insulta al sabio hasta la edad presente
que en saber y cultura
sobresalir parece; mortal prole,
¡prole infeliz! ¿qué sentimiento entonces
me asalta el corazón para contigo?
No sé si risa o si piedad abrigo.
Como manzana que al caer del árbol
cuando en el tardo otoño
la madurez tan sólo la derriba,
los dulces aposentos de hormiguero
cavado en mollar tierra
con gran labor, las obras,
las riquezas que había recogido
la asidua tropa con fatiga grande
próvidamente, en el estivo tiempo,
magulla, rompe y cubre;
desplomándose así desde lo alto
del útero tenante,
lanzada al hondo cielo,
de cenizas, de pómez y de rocas
noche y ruina, llena
de hirvientes arroyuelos;
o bien ya por la falda,
furioso entre la yerba,
de liquidadas masas
y de encendida arena y de metales
bajando inmenso golpe,
las ciudades que el mar allá en la extrema
costa bañaba, sume
rotas y recubiertas
al momento; donde hoy sobre ellas pace
la cabra, o pueblos nuevos
surgen allí, cual de escabel teniendo
los sepulcros; y los muros postrados
a su pie pisotea el monte duro.
No estima la natura
ni cuida más al hombre
que hace a la hormiga, y si en aquél más raro
el estrago es que en ésta
tan sólo esto se funda
en que no es una especie tan fecunda.
Mil ochocientos años
ha ya desaparecieron oprimidos
por el ígneo poder aquellos pueblos,
y el campesino atento
al viñedo que en estos mismos campos
nutre el muerto terruño de ceniza
levanta aún la mirada
suspicaz a la cumbre
que inflexible y fatal, hoy como siempre,
tremenda se alza aún, aún amenaza
con la ruina a su hacienda y a sus hijos,
los pobres! ¡Cuántas veces
el infeliz yaciendo
de su pobre casucha sobre el techo
toda una noche, insomne, al aura errante
o a las veces brincando, explora e! curso
del temido hervidero que se vierte
del inexhausto seno
a la arenosa loma, el cual alumbra
de Capri la marina,
de Nápoles el puerto y Mergelina.
Si ve que se da prisa, si en el fondo
del doméstico pozo oye del agua
borbotar el hervor, a sus hijitos,
a su mujer despierta, y al instante
con cuanto puede de lo suyo huyendo
desde lejos contempla
su nido y el terruño
que del hambre les fue el único abrigo
presa de la onda ardiente
que crepitando se le viene encima
y sobre él para siempre se despliega!
Torna al celeste rayo
después de largo olvido la extinguida
Pompeya, cual sepulto
cadáver que de tierra
vuelve a luz la piedad o la avaricia,
y a través de las filas
de truncadas columnas
el peregrino desde el yermo foro
lejos contempla las gemelas cumbres
y la cresta humeante
que aún amenaza a la esparcida ruina.
Y en el horror de la secreta noche
por los deformes templos,
por los circos vacíos, por las casas
en que esconde el murciélago sus crías,
como rostro siniestro
que en desiertos palacios se revuelve,
corre el fulgor de la fumérea lava 2
que enrojece las sombras a lo lejos
y tiñe los lugares del contorno.
Así, ignara del hombre y de los siglos
que él llama antiguos, de la serie toda
de abuelos y de nietos,
Naturaleza, verde siempre, marcha
por tan largo camino
que inmóvil nos parece.
El tiempo imperios en su sueño ahoga,
gentes e idiomas pasan; no lo ve ella
y en tanto el hombre eternidad se arroga.
Y tú, lenta retama,
que de olorosos bosques
adornas estos campos desolados,
también tú pronto a la cruel potencia
sucumbirás del soterraño fuego
que al lugar conocido retornando
sobre tus tiernas matas
su avaro borde extenderá. Rendida
al mortal peso, inclinarás entonces
tu inocente cabeza.
Mas en vano hasta tanto no la doblas
con cobardía suplicando en frente
del futuro opresor;
ni tampoco la yergues
a las estrellas con absurdo orgullo
en el desierto, donde
nacimiento y vivienda,
no por querer, por suerte has alcanzado.
Eres más sabia y sana
que el hombre, en cuanto nunca tú has pensado
que inmortales tus tallos
se hayan hecho por ti o por el hado.
"Observad el frío desdén que encierra la mirada del anciano y la sublime tristeza que obscurece el imponente semblante de Zanoni. ¿Es que mientras el uno mira con indiferencia la lucha y su resultado, el otro la contempla con terror o compasión? La sabiduría, contemplando al género humano, sólo conduce a estos dos resultados: al desdén o la compasión. El que cree en la existencia de otros mundos, puede acostumbrarse a considerar el suyo como el naturalista las revoluciones de un hormiguero o de una hoja. ¿Qué es la tierra para el infinito? ¿Que su duración para la eternidad? ¡Ay! ¡A veces el alma de un solo hombre es más grande que las vicisitudes de todo el globo!"
"Hijo del cielo y heredero de la inmortalidad, ¡cómo, sentado en una estrella, mirarás después el hormiguero y sus conmociones, desde Clovis a Robespierre, desde Noé hasta el juicio final! ¡El espíritu que sabe contemplar y que vive solamente en el mundo intelectual, puede ascender a su estrella aún desde este cementerio llamado Tierra, mientras que el sarcófago llamado Vida, encierra en sus paredes de barro la eternidad!
Pero tú, Zanoni, no has querido vivir solamente en el mundo intelectual, no has apagado en tu corazón el fuego de los deseos. Tu pulso late todavía con el dulce compás de la pasión; tu impresionable naturaleza no puede reducirte a lo abstracto. ¡Quisieras ver esa revolución que la tempestad arrulla en su cuna… quisieras ver el mundo mientras sus elementos luchan para salir del caos!… ¡Imposible!, ¡imposible!"
(Zanoni o El Secreto de Los Inmortales - Edward Bulwer-Lytton)