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La Lámpara Maravillosa
(Ramón María del Valle-Inclán)
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"Hermano peregrinante, que llevas una estrella en la frente, cuando llegues a la puerta dorada, arrodíllate y medita sobre estas palabras de San Pablo:
SI QUIS INTER VOS VIDETUR SAPIENS ESSE,
STULTUS FIAT, UT SIT SAPIENS.
EL ANILLO DE GIGES
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UANDO
YO era mozo, la gloria literaria y la gloria aventurera me tentaron por
igual. Fue un momento lleno de voces oscuras, de un vasto rumor
ardiente y místico, para el cual se hacía sonoro todo mi ser como un
caracol de los mares. De aquella gran voz atávica y desconocida sentí el
aliento como un vaho de horno, y el son como un murmullo de marea que
me llenó de inquietud y de perplejidad. Pero los sueños de aventura,
esmaltados con los olores del blasón, huyeron como los pájaros del nido.
Sólo alguna vez, por el influjo de la Noche, por el influjo de la
Primavera, por el influjo de la Luna, volvían a posarse y a cantar en
los jardines del alma, sobre un ramaje de lambrequines… Luego dejé de
oírlos para siempre. Al cumplir los treinta años, hubieron de cercenarme
un brazo, y no sé si remontaron el vuelo o se quedaron mudos. ¡En
aquella tristeza me asistió el amor de las musas! Ambicioné beber en la
sagrada fuente, pero antes quise escuchar los latidos de mi corazón y
dejé que hablasen todos mis sentidos. Con el rumor de sus voces hice mi
ESTÉTICA.
De niño, y aun de mozo, la historia de los capitanes aventureros,
violenta y fiera, me había dado una emoción más honda que la lunaria
tristeza de los poetas: Era el estremecimiento y el fervor con que debe
anunciarse la vocación religiosa. Yo no admiraba tanto los hechos
hazañosos como el temple de las almas, y este apasionado sentimiento me
sirvió, igual que una hoguera, para purificar mi Disciplina Estética.
Me impuse normas luminosas y firmes como un cerco de espadas. Azoté
sobre el alma desnuda y sangrienta con cíngulo de hierro. Maté la
vanidad y exalté el orgullo. Cuando en mí se removieron las larvas del
desaliento, y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe
castigarme como pudiera hacerlo un santo monje tentado del Demonio. Salí
triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y,
como los pájaros, canté sólo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me
escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más
armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro
cantor. Si hubo alguna vez oídos que me escucharon, yo no lo supe jamás.
Fue la primera de mis Normas.
I. SÉ COMO EL RUISEÑOR, QUE NO MIRA A LA TIERRA DESDE LA RAMA VERDE DONDE CANTA.
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N
ESTE AMANECER de mi vocación literaria hallé una extrema dificultad
para expresar el secreto de las cosas, para fijar en palabras su sentido
esotérico, aquel recuerdo borroso de algo que fueron, y aquella
aspiración inconcreta de algo que quieren ser. Yo sentía la emoción del
mundo místicamente, con la boca sellada por los siete sellos herméticos,
y mi alma en la cárcel de barro temblaba con la angustia de ser muda.
Pero, antes del empeño febril por alcanzar la expresión evocadora, ha
sido el empeño por fijar dentro de mí lo impreciso de las sensaciones.
Casi siempre se disipaba al querer concretarlo: Era algo muy vago, muy
lejano, que había quedado en los nervios como la risa, como las
lágrimas, como la memoria oscura de los sueños, como un perfume sutil y
misterioso que sólo se percibe en el primer momento que se aspira. Y
cuando del arcano de mis nervios lograba arrancar la sensación,
precisarla y exaltarla, venía el empeño por darle vida en palabras, la
fiebre del estilo, semejante a un estado místico, con momentos de arrobo
y momentos de aridez y desgana. En esta rebusca, al cabo logré
despertar en mí desconocidas voces y entender su vario murmullo, que
unas veces me parecía profético y otras familiar, cual si de pronto el
relámpago alumbrase mi memoria, una memoria de mil años. Pude sentir un
día en mi carne, como una gracia nueva, la frescura de las hierbas, el
cristalino curso de los ríos, la sal de los mares, la alegría del
pájaro, el instinto violento del toro. Otro día, sobre la máscara de mi
rostro, al mirarme en un espejo, vi modelarse cien máscaras en una
sucesión precisa, hasta la edad remota en que aparecía el rostro seco,
barbudo y casi negro de un hombre que se ceñía los riñones con la piel
de un rebeco, que se alimentaba con miel silvestre y predicaba el amor
de todas las cosas con rugidos. Otro día logré concretar la forma de mi
Daemonium. Ya lo había entrevisto cuando niño, bajo los nogales de un
campo de romerías. Es un aldeano menudo, alegre y viejo, que parece
modelado con la precisión realista de un bronce romano, de un pequeño
Dionisos. Baila siempre en el bosque de los nogales, sobre la hierba
verde, a un son cambiante, moderno y antiguo, como si en la flauta
panida oyese el preludio de las canciones nuevas. Cuando logré concretar
esta figura, tantas veces entrevista bajo el pabellón de mi cuna, creí
llegado el momento. Todas las larvas de mi reino interior eran
advertidas, las sentía removerse como otros tantos arcanos, y había
aprendido a oír las voces más lejanas. Entonces alcancé la segunda norma
de mi Disciplina Estética.
II. EL POETA SOLAMENTE TIENE ALGO SUYO QUE REVELAR A LOS OTROS CUANDO
LA PALABRA ES IMPOTENTE PARA LA EXPRESIÓN DE SUS SENSACIONES: TAL
ARIDEZ ES EL COMIENZO DEL ESTADO DE GRACIA.
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UÉ
MEZQUINO, qué torpe, qué difícil balbuceo el nuestro para expresar este
deleite de lo inefable que reposa en todas las cosas con la gracia de
un niño dormido! ¿Con cuáles palabras decir la felicidad de la hoja
verde y del pájaro que vuela? Hay algo que será eternamente hermético e
imposible para las palabras. ¡Cuántas veces al encontrarme bajo las
sombras de un camino al viñador, al mendigo peregrinante, al pastor
infantil que vive en el monte guardando ovejas y contando estrellas, me
dijeron sus almas con los labios mudos, cosas más profundas que las
sentencias de los infolios! Ningún grito de la boca, ningún signo de la
mano puede cifrar ese sentido remoto del cual apenas nos damos cuenta
nosotros mismos, y que, sin embargo, nos penetra con un sentimiento
religioso. Nuestro ser parece que se prolonga, que se difunde con la
mirada, y que se suma en la sombra grave del árbol, en el canto del
ruiseñor, en la fragancia del heno. Esta conciencia casi divina nos
estremece como un aroma, como un céfiro, como un sueño, como un anhelo
religioso..."
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