Mundo Fusion

domingo, enero 07, 2018

Such a Shame...


 ***********************************
El hombre de los dados
(Luke Rhinehart, 
pseudónimo de George Cockcroft )
*********************************** 
“La vida se compone de pequeñas islas de éxtasis en un océano de tedio y, después de los treinta años, rara vez se avista tierra. Como mucho, erramos de un banco de arena muy deteriorado a otro y éste nos resulta pronto familiar en cada uno de los granos de arena que vemos.
Cuando les mencioné «el problema» a mis colegas, me aseguraron que la drástica huida de la felicidad era tan natural para un hombre normal como la pérdida de firmeza de su físico y que se debía principalmente a las mismas causas que otros cambios fisiológicos. La intención de la psicología, me recordaron, era reducir el sufrimiento, aumentar la producción, relacionar al individuo con la sociedad y ayudarle a verse y aceptarse a sí mismo. No alterar en la medida de lo posible sus hábitos, valores e intereses sino verlos como son en realidad e intentar aceptarlos.
Siempre me había parecido que ésa era una meta obvia y adecuada para la terapia pero, tras haber sido analizado «con éxito» y después de haber vivido con moderada felicidad y con moderado éxito con una mujer moderada y una familia moderada durante siete años, de pronto, un buen día descubrí, a punto de cumplir treinta y dos años, que quería matarme. Y matar de paso a unos cuantos más...”

“Me encontraba en un callejón sin salida. Por un lado, me aburría, insatisfecho conmigo mismo y con mi vida tal como había transcurrido la pasada década y, por otro, no parecía mejor hacer cambio alguno. Ya era demasiado mayorcito para creer que tumbarme a la bartola en las playas de Tahití, llegar a estrella de la televisión, estar a partir un piñón con Erich Fromm, Teddy Kennedy o Bob Dylan o distraerme en la misma cama con Sophia Loren y Raquel Welch a la vez durante todo un mes o más, cambiaría nada. No importaba cómo me retorciese o me moviese, el caso es que me daba la impresión de tener un ancla en el pecho que tiraba de mí con fuerza, la larga cuerda asomándose contra la pendiente del mar tensa y delgada, como si estuviese fijada en la roca del inmenso núcleo de la tierra. Eso me tenía atrapado y, cuando una tempestad de indiferencia y amargura empezó a soplar, caí y luché contra el áspero y apretado nudo de la cuerda para liberarme, para volar por delante de la tormenta, pero el nudo era cada vez más fuerte, el ancla se hundía en mi pecho cada vez más y allí me quedé. El peso de mí mismo parecía ser inevitable y eterno.
Mis colegas, incluso yo mismo, susurrando con timidez desde nuestros divanes, estábamos de acuerdo en que mi problema era del todo normal: odiaba al mundo y a mí mismo porque había fallado al tratar de afrontar y aceptar mis propias limitaciones y las de la vida. En literatura, este rechazo se llama romanticismo; en psicología, neurosis. La consecuencia de todo esto es que el único e inevitable camino parece ser una vida limitada y aburrida. Empezaba a aceptarlo, después de varios meses de recrearme en la depresión (me había procurado furtivamente un revólver del calibre 38 y nueve balas), cuando llegué a las costas del zen...”

“—¿Qué te pasa? —dijo con brusquedad—. ¿Por qué has perdido fe en la importancia de tu trabajo? Por favor, ¿puedes intentar explicármelo?
Sin premeditación, me levanté de la silla de un salto, como un defensa en el instante del chute del quarterback, y crucé la habitación por delante del doctor Mann hacia la gran ventana de la calle que daba a Central Park.
—Estoy aburrido. Estoy aburrido. Lo siento pero es sólo eso. Estoy enfermo de ayudar a pacientes infelices a convertirse en aburridos normales, enfermo de experimentos triviales, de artículos vacíos…
—Ésos son los síntomas, no el análisis.
—Experimentar algo por primera vez: el primer subidón, el primer viaje al extranjero. Un polvo intenso y feroz con una mujer nueva. El primer cheque de la paga o la sorpresa de ganar una buena apuesta al póquer. La excitante soledad de estar de pie contra el viento en la carretera haciendo autoestop esperando que alguien se detenga y me ofrezca llevarme, quizá a un pueblo tres millas más allá del camino, quizá a una nueva amistad, quizá a la muerte. Esa deliciosa sensación de resplandor que sentía cuando sabía que al fin había escrito un buen artículo, hecho un análisis inteligente o dado un buen revés. La excitación de una nueva filosofía de vida. O una casa nueva. O mi primer hijo. Eso es lo que queremos de nuestras vidas y ahora… parecen vacías y tanto el zen como el psicoanálisis son incapaces de llenarlas.
—Pareces un estudiante de secundaria desilusionado.
—Los mismos viejos paisajes, los mismos viejos polvos, el mismo toma y daca, las mismas caras narcotizadas, desesperadas y repetitivas que aparecen en la consulta para el análisis, el mismo sinsentido. Las mismas viejas filosofías. Y en lo que yo realmente había cimentado mi ego, el psicoanálisis, no parece ni un poco relevante para el problema.
—Es totalmente relevante.
—Porque el análisis, si realmente fuese el camino correcto, debería poder ser capaz de cambiarme a mí, a las cosas y a las personas, eliminar todos los síntomas neuróticos indeseados y hacerlo en mucho menos tiempo que esos dos años necesarios para producir la mayoría de los cambios mensurables en las personas.
—Estás soñando, Luke. No puede hacerse. Tanto en la teoría como en la práctica es imposible librar a un individuo de todos sus hábitos, tensiones, compulsiones e inhibiciones indeseadas.
—Entonces quizá la teoría y la práctica están equivocadas.
—Indudablemente.
—Podemos perfeccionar las plantas, adiestrar a los animales, alterar las máquinas, ¿por qué no los hombres..?”

“Ay, amigos, aquella inocente tarde con Larry me sumió en un estado pensativo, como no lo había estado hasta entonces en toda mi vida de dependencia de los dados. En comparación con la melancólica desorientación en la que yo tantas veces caía antes de cumplir una de sus órdenes, Larry se entregó a los dados con tal desparpajo y alegría que no pude por menos de preguntarme qué era lo que sucedía en la vida de todo ser humano en las dos décadas que iban de los siete a los veintisiete años para acabar convertido de un gatito en una vaca. ¿Por qué los niños suelen parecernos tan espontáneos, alegres y circunspectos, mientras que los adultos nos mostramos especuladores, angustiados y dispersos?
Tenía que ser por la maldita conciencia de poseer un «yo»: por ese sentido de la autoconciencia que tanto reivindican los psicólogos. ¿No podría ser —y este pensamiento me pareció en su momento original—, no podría ser que el desarrollo de la autoconciencia fuera normal y natural, pero en modo alguno inevitable ni deseable? ¿Y si fuera algo así como un apéndice psicológico, como un inútil y anacrónico dolor en el costado? ¿O como los colmillos del mastodonte, una carga pesada, inútil y, en último término, autodestructiva? ¿Y si el sentido de la conciencia de ser alguien representara un error evolutivo, tan desastroso para el ulterior desarrollo de una criatura más compleja como lo era el caparazón para los caracoles y las tortugas?
Él, él, él. ¿Y si…? Admitámoslo: los hombres deben tratar de eliminar el error y lograr para sí mismos y para sus hijos la liberación de la conciencia del propio yo. El hombre debe sentirse a gusto dejándose llevar de un papel a otro, de una jerarquía de valores a otra, de una vida a otra. El hombre debe liberarse de las ataduras, de las pautas y de las exigencias de coherencia, con el fin de ser libre para pensar, sentir y crear buscando caminos nuevos. Los hombres llevan demasiado tiempo admirando a Prometeo y a Marte: nuestro dios debe ser Proteo.
Mis pensamientos me llevaron a un estado de gran agitación: «El hombre debe sentirse a gusto dejándose llevar de un papel a otro».
¿Y por qué no es así? A los tres o cuatro años, los niños aceptan con la misma facilidad ser buenos o malos, americanos o comunistas, estudiantes o de la pasma. Y, sin embargo, a medida que la cultura va moldeándolos, cada niño acaba insistiendo en desempeñar un solo tipo de papel: tiene que ser siempre un buen chico o, por las mismas compulsivas razones, un mal chico o un rebelde. La capacidad para desempeñar y sentir ambos tipos de papeles se ha perdido. Entonces ha comenzado ya a saber quién se espera que sea.
El sentimiento de poseer un yo permanente: ah, cuánto desean tanto padres como psicólogos encerrar a los chicos en una jaula definible. Coherencia, pautas, algo a lo que poder ponerle una etiqueta: eso es lo que queremos de nuestro hijo...”

“¿Y si educásemos a nuestros hijos de forma diferente? ¿Y si les recompensáramos por cambiar sus costumbres, sus gustos, sus papeles, por ser incoherentes? ¿Qué pasaría entonces? Podríamos adiestrarlos para que fueran personas variables en quien confiar, personas conscientemente incoherentes, con determinación para liberarse de sus hábitos… incluidos los buenos.”

“—Toda la puta maquinaria de la sociedad nos ha convertido en hámsteres. No vemos los mundos que llevamos dentro y que esperan la ocasión de salir a la luz. Los actores sólo son capaces de interpretar un papel: ¿quién ha escuchado semejante tontería? Tenemos que crear hombres aleatorios, hombres de los dados. El mundo necesita hombres de los dados. El mundo debe tener hombres de los dados...”

“—Cuando todo el mundo miente acerca de su propio ser en una sociedad poliédrica, tan sólo los enfermos intentan ser honestos y tan sólo los muy enfermos exigen del resto honestidad. Los psicólogos, por supuesto, urgen al paciente para que sea genuino y honesto. Tales métodos…
—Si nuestros métodos son tan nefastos —dijo con dureza el doctor Weinburger—, ¿por qué mejoran algunos pacientes, aunque sea mínimamente?
—Porque los hemos animado a que interpreten nuevos papeles —respondió inmediatamente el doctor Rhinehart—. Ante todo, el papel de «ser honesto», pero también el de sentirse culpable, la conciencia de pecado, el sentirse oprimido, el descubrimiento de sus propias opiniones, la liberación sexual y demás. Evidentemente, el paciente y el terapeuta viven en una ilusión, que están alcanzando deseos verdaderos, cuando no hacen sino liberar y desarrollar nuevos egos diferentes.
—Bien dicho, Luke —dijo el doctor Ecstein.
—Las limitaciones que existen en esta nueva simulación son catastróficas. El paciente se ve empujado a llegar a sus sentimientos «verdaderos» y, por tanto, a ser uno y unitario. Al descubrir personajes que no había vivido en su búsqueda del «yo auténtico», puede experimentar breves periodos de liberación, pero en cuanto se le apremie a entronizar un nuevo yo en tanto que yo verdadero, volverá a sentirse bloqueado y dividido. Únicamente la terapia de los dados admite lo que todos sabemos y optamos por el olvido: el hombre es múltiple..."