The Catcher in the Rye...
CAPITULO 17
"Era aún muy
pronto cuando llegué, así que decidí sentarme debajo del reloj en uno de
aquellos sillones de cuero que había en el vestíbulo. En muchos colegios
estaban ya de vacaciones y había como un millón de chicas esperando a su
pareja: chicas con las piernas cruzadas, chicas con las piernas sin cruzar,
chicas con piernas preciosas, chicas con piernas horrorosas, chicas que
parecían estupendas, y chicas que debían ser unas brujas si de verdad se las
llegaba a conocer bien. Era un bonito panorama, pero no sé si me entenderán lo
que quiero decir. Aunque por otra parte era también bastante deprimente porque
uno no podía dejar de preguntarse qué sería de todas ellas. Me refiero a cuando
salieran del colegio y la universidad. La mayoría se casarían con cretinos,
tipos de esos que se pasan el día hablando de cuántos kilómetros pueden sacarle
a un litro de gasolina, tipos que se enfadan como niños cuando pierden al golf
o a algún juego tan estúpido como el ping-pong, tipos mala gente de verdad,
tipos que en su vida han leído un libro, tipos aburridos... Pero con eso de los
aburridos hay que tener mucho cuidado. Es mucho más complejo de lo que parece.
De verdad. Cuando estaba en Elkton Hills tuve durante dos meses como compañero
de cuarto a un chico que se llamaba Harris Macklin. Era muy inteligente, pero
también el tío más plomo que he conocido en mi vida. Tenía una voz chillona y
se pasaba el día hablando. No paraba, y lo peor era que nunca decía nada que
pudiera interesarle a uno. Sólo sabía hacer una cosa. Silbaba estupendamente.
Mientras hacía la cama o colgaba sus cosas en el armario —cosa que hacía
continuamente—, si no hablaba como una máquina, siempre se ponía a silbar. A
veces le daba por lo clásico, pero por lo general era algo de jazz. Cogía una
canción como por ejemplo Tin Roof Blues y la silbaba tan bien y tan suavecito
—mientras colgaba sus cosas en el armario—, que daba gusto oírle. Naturalmente
nunca se lo dije. Uno no se acerca a un tío de sopetón para decirle, «silbas
estupendamente». Pero si le aguanté como compañero de cuarto durante dos meses
a pesar del latazo que era, fue porque silbaba tan bien, mejor que ninguna otra
persona que haya conocido jamás. Así que hay que tener un poco de cuidado con
eso. Quizá no haya que tener tanta lástima a las chicas que se casan con tipos
aburridos. Por lo general no hacen daño a nadie y puede que hasta silben
estupendamente. Quién sabe. Yo desde luego no.
Al fin vi a
Sally que bajaba por las escaleras y me acerqué a recibirla. Estaba guapísima.
De verdad. Llevaba un abrigo negro y una especie de boina del mismo color. No
solía ponerse nunca sombrero pero aquella gorra le sentaba estupendamente. En
el momento en que la vi me entraron ganas de casarme con ella. Estoy loco de
remate. Ni siquiera me gustaba mucho, pero nada más verla me enamoré locamente.
Les juro que estoy chiflado. Lo reconozco.
—¡Holden! —me
dijo—. ¡Qué alegría! Hace siglos que no nos veíamos —tenía una de esas voces
atipladas que le dan a uno mucha vergüenza. Podía permitírselo porque era muy
guapa, pero aun así daba cien patadas.
—Yo también me
alegro de verte —le dije. Y era verdad—. ¿Cómo estás?
—Maravillosamente.
¿Llego tarde?
Le dije que
no, aunque la verdad es que se había retrasado diez minutos. Pero no me
importaba. Todos esos chistes del Saturday Evening Post en que aparecen unos
tíos esperando en las esquinas furiosos porque no llega su novia, son
tonterías. Si la chica es guapa, ¿a quién le importa que llegue tarde? Cuando
aparece se le olvida a uno en seguida.
—Tenemos que
darnos prisa —le dije—. La función empieza a las dos cuarenta.
Bajamos en
dirección a la parada de taxis.
—¿Qué vamos a
ver? —me dijo.
—No sé. A los
Lunt. No he podido conseguir entradas para otra cosa.
—¡Qué
maravilla!
Ya les dije
que se volvería loca cuando supiera que íbamos a ver a los Lunt.
En el taxi que
nos llevaba al teatro nos besamos un poco. Al principio ella no quería porque
llevaba los labios pintados, pero estuve tan seductor que al final no le quedó
más remedio. Dos veces el imbécil del taxista frenó en seco en un semáforo y
por poco me caigo del asiento. Podían fijarse un poco en lo que hacen, esos
tíos. Luego —y eso les demostrará lo chiflado que estoy—, en el momento en que
acabábamos de darnos un largo abrazo, le dije que la quería. Era mentira, desde
luego, pero en aquel momento estaba convencido de que era verdad. Se lo juro.
—Yo también te
quiero —me dijo ella. Y luego, sin interrupción—. Prométeme que te dejarás
crecer el pelo. Al cepillo ya es hortera. Lo tienes tan bonito...
¿Bonito mi
pelo? ¡Un cuerno!
La
representación no estuvo tan mal como yo esperaba, pero tampoco fue ninguna
maravilla. La comedia trataba de unos quinientos mil años en la vida de una
pareja. Empieza cuando son jóvenes y los padres de la chica no quieren que se
case con el chico, pero ella no les hace caso. Luego se van haciendo cada vez
más mayores. El marido se va a la guerra y la mujer tiene un hermano que es un
borracho. No lograba compenetrarme con ellos. Quiero decir que no sentía nada
cuando se moría uno de la familia. Se notaba que eran sólo actores
representando. El marido y la mujer eran bastante simpáticos —muy ingeniosos y
eso—, pero no había forma de interesarse por ellos. En parte porque se pasaban
la obra entera bebiendo té. Cada vez que salían a escena, venía un mayordomo y
les plantaba la bandeja delante, o la mujer le servía una taza a alguien. Y a
cada momento entraba o salía alguien en escena. Se mareaba uno de tanto ver a
los actores sentarse y levantarse. Alfred Lunt y Lynn Fontanne eran el
matrimonio y lo hacían muy bien, pero a mí no me gustaron. Aunque tengo que
reconocer que no eran como los demás. No actuaban como actores ni como gente
normal. Es difícil de explicar. Actuaban como si supieran que eran muy famosos.
Vamos, que lo hacían demasiado bien. Cuando uno de ellos terminaba de decir una
parrafada, el otro decía algo en seguida. Querían hacer como la gente normal,
cuando se interrumpen unos a otros, pero les salía demasiado bien. Actuaban un
poco como toca el piano Ernie en el Village. Cuando uno sabe hacer una cosa muy
bien, si no se anda con cuidado empieza a pasarse, y entonces ya no es bueno. A
pesar de todo tengo que reconocer que los Lunt eran los únicos en todo el
reparto que demostraban tener algo de materia gris.
Al final del
primer acto salimos con todos los cretinos del público a fumar un cigarrillo.
¡Vaya colección! En mi vida había visto tanto farsante junto, todos fumando
como cosacos y comentando la obra en voz muy alta para que los que estaban a su
alrededor se dieran cuenta de lo listos que eran. Al lado nuestro había un
actor de cine. No sé cómo se llama, pero era ése que en las películas de guerra
hace siempre del tío que en el momento del ataque final le entra e] canguelo.
Estaba con una rubia muy llamativa y los dos se hacían los muy naturales, como
si no supieran que la gente los miraba. Como si fueran muy modestos, vamos. No
saben la risa que me dio. Sally se limitó a comentar lo maravillosos que eran
los Lunt porque estaba ocupadísima demostrando lo guapa que era. De pronto vio
al otro lado del vestíbulo a un chico que conocía, un tipo de esos con traje de
franela gris oscuro y chaleco de cuadros. El uniforme de Harvard o de Yale.
Cualquiera diría. Estaba junto a la pared fumando como una chimenea y con
aspecto de estar aburridísimo. Sally decía cada dos minutos: «A ese chico lo
conozco de algo.»
Siempre que la
llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguien de algo, o por lo menos
eso decía. Me lo repitió como mil veces hasta que al fin me harté y le dije:
«Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le das un beso bien fuerte? Le
encantará.» Cuando se lo dije se enfadó. Al final él la vio y se acercó a
decirle hola. No se imaginan cómo se saludaron. Como si no se hubieran visto en
veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de niños se bañaban juntos en la
misma bañera. Compañeritos del alma eran. Daba ganas de vomitar. Y lo más
gracioso era que probablemente se habían visto sólo una vez en alguna fiesta.
Luego, cuando terminó de caérseles la baba, Sally nos presentó. Se llamaba
George algo —no me acuerdo—, y estudiaba en Andover. Tampoco era para tanto,
vamos. No se imaginan cuando Sally le preguntó si le gustaba la obra... Era uno
de esos tíos que para perorar necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un
paso hacia atrás y aterrizó en el pie de una señora que tenía a su espalda.
Probablemente le rompió hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que
la comedia en sí no era una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos
ángeles. ¡Ángeles! ¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que
conocían. La conversación más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en
algún sitio a la mayor velocidad posible y cuando se les ocurría el nombre de
alguien que vivía allí, lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos en nuestras
butacas tenía unas náuseas horrorosas. De verdad. En el segundo entreacto
continuaron la conversación. Siguieron pensando en más sitios y en más nombres.
Lo peor era que aquel imbécil tenía una de esas voces típicas de Universidad
del Este, como muy cansada, muy snob. Parecía una chica. Al muy cabrón le
importaba un rábano que Sally fuera mi pareja. Cuando acabó la función creí que
iba a meterse con nosotros en el taxi porque nos acompañó como dos manzanas,
pero por suerte dijo que había quedado con unos amigos para ir a tomar unas
copas. Me los imaginé a todos sentados en un bar con sus chalecos de cuadros
hablando de teatro, libros y mujeres con esa voz de snob que sacan. Me
revientan esos tipos.
Cuando
entramos en el taxi, odiaba tanto a Sally después de haberla oído hablar diez
horas con el imbécil de Andover, que estuve a punto de llevarla directamente a
su casa, de verdad, pero de pronto me dijo:
—Tengo una
idea maravillosa.
Siempre tenía
unas ideas maravillosas.
—Oye, ¿a qué
hora tienes que estar en casa? ¿Tienes que volver a una hora fija?
—¿Yo? No.
Puedo volver cuando me dé la gana —le dije. ¡Jo! ¡En mi vida había dicho verdad
mayor!—. ¿Por qué?
—Vamos a
patinar a Radio City.
Ese tipo de
cosas eran las que se le ocurrían siempre.
—¿A patinar a Radio City? ¿Ahora?
—Sólo una hora
o así. ¿No quieres? Bueno, si no quieres...
—No he dicho
que no quiera —le dije—. Si tienes muchas ganas, iremos.
—¿De verdad?
Pero no quiero que lo hagas sólo porque yo quiero. No me importa no ir.
¡No le
importaba! ¡Poco!
—Se pueden
alquilar unas falditas preciosas para patinar —dijo Sally—. Jeanette Cultz
alquiló una la semana pasada.
Claro, por eso
estaba empeñada en ir. Quería verse con una de esas falditas que apenas tapan
el trasero.
Así que fuimos
a Radio City y después de recoger los patines alquilé para Sally una pizca de
falda azul. La verdad es que estaba graciosísima con ella. Y Sally lo sabía.
Echó a andar delante de mí para que no dejara de ver lo mona que estaba. Yo
también estaba muy mono. Hay que reconocerlo.
Lo más
gracioso es que éramos los peores patinadores de toda la pista. Los peores de
verdad y eso que había algunos que batían el récord. A Sally se le torcían
tanto los tobillos que daba con ellos en el hielo. No sólo hacía el ridículo,
sino que además debían dolerle muchísimo. A mí desde luego me dolían. Y cómo. Debíamos
hacer una pareja formidable. Y para colmo había como doscientos mirones que no
tenían más que hacer que mirar a los que se rompían las narices contra el
suelo.
—¿Quieres que
nos sentemos a tomar algo dentro? —le pregunté.
—Es la idea
más maravillosa que has tenido en todo el día.
Aquello era
cruel. Se estaba matando y me dio pena. Nos quitamos los patines y entramos en
ese bar donde se puede tomar algo en calcetines mientras se ve toda la pista.
En cuanto nos sentamos, Sally se quitó los guantes y le ofrecí un cigarrillo.
No parecía nada contenta. Vino el camarero y le pedí una Coca-Cola para ella
—no bebía— y un whisky con soda para mí, pero el muy hijoputa se negó a
traérmelo o sea que tuve que tomar Coca-Cola yo también. Luego me puse a
encender cerillas una tras otra, que es una cosa que suelo hacer cuando estoy
de un humor determinado. Las dejo arder hasta que casi me quemo los dedos y
luego las echo en el cenicero. Es un tic nervioso que tengo.
De pronto, sin
venir a cuento, me dijo Sally:
—Oye, tengo
que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a adornar el árbol de Navidad, o no?
Necesito que me lo digas ya.
Estaba furiosa
porque aún le dolían los tobillos.
—Ya te dije
que iría. Me lo has preguntado como veinte veces. Claro que iré.
—Bueno. Es que
necesitaba saberlo —dijo. Luego se puso a mirar a su alrededor.
De pronto dejé
de encender cerillas y me incliné hacia ella por encima de la mesa. Estaba
preocupado por unas cuantas cosas:
—Oye Sally —le
dije.
—¿Qué?
Estaba mirando
a una chica que había al otro lado del bar.
—¿Te has
hartado alguna vez de todo? —le dije—. ¿Has pensado alguna vez que a menos que
hicieras algo en seguida el mundo se te venía encima? ¿Te gusta el colegio?
—Es un
aburrimiento mortal.
—Lo que quiero
decir es si lo odias de verdad —le dije— Pero no es sólo el colegio. Es todo.
Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con
esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de
atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles,
y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan
los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir...
—No grites,
por favor —dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siquiera gritaba.
—Los coches,
por ejemplo —le dije en voz más baja—. La gente se vuelve loca por ellos. Se
mueren si les hacen un arañazo en la carrocería y siempre están hablando de
cuántos kilómetros hacen por litro de gasolina. No han acabado de comprarse uno
y ya están pensando en cambiarlo por otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los
viejos. No me interesan nada. Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo
es más humano. Con un caballo puedes...
—No entiendo
una palabra de lo que dices —dijo Sally—. Pasas de un...
—¿Sabes una cosa?
—continué—. Tú eres probablemente la única razón por la que estoy ahora en
Nueva York. Si no fuera por ti no sé ni dónde estaría. Supongo que en algún
bosque perdido o algo así. Tú eres lo único que me retiene aquí.
—Eres un
encanto —me dijo, pero se le notaba que estaba deseando cambiar de
conversación.
—Deberías ir a
un colegio de chicos. Pruébalo alguna vez —le dije—. Están llenos de farsantes.
Tienes que estudiar justo lo suficiente para poder comprarte un Cadillac algún
día, tienes que fingir que te importa si gana o pierde el equipo del colegio, y
tienes que hablar todo el día de chicas, alcohol y sexo. Todos forman grupitos
cerrados en los que no puede entrar nadie. Los de el equipo de baloncesto por
un lado, los católicos por otro, los cretinos de los intelectuales por otro, y
los que juegan al bridge por otro. Hasta los socios del Libro del Mes tienen su
grupito. El que trata de hacer algo con inteligencia...
—Oye, oye
—dijo Sally—, hay muchos que ven más que eso en el colegio...
—De acuerdo. Habrá
algunos que sí. Pero yo no, ¿comprendes? Eso es precisamente lo que quiero
decir. Que yo nunca saco nada en limpio de ninguna parte. La verdad es que
estoy en baja forma. En muy baja forma.
—Se te nota.
De pronto se
me ocurrió una idea.
—Oye —le dije—.
¿Qué te parece si nos fuéramos de aquí? Te diré lo que se me ha ocurrido. Tengo
un amigo en Grenwich Village que nos prestaría un coche un par de semanas,
íbamos al mismo colegio y todavía me debe diez dólares. Mañana por la mañana
podríamos ir a Massachusetts, y a Vermont, y todos esos sitios de por ahí. Es
precioso, ya verás. De verdad.
Cuanto más lo
pensaba, más me gustaba la idea. Me incliné hacia ella y le cogí la mano. ¡Qué
manera de hacer el imbécil! No se imaginan.
—Tengo unos
ciento ochenta dólares —le dije—. Puedo sacarlos del banco mañana en cuanto
abran y luego ir a buscar el coche de ese tío. De verdad. Viviremos en cabañas
y sitios así hasta que se nos acabe el dinero. Luego buscaré trabajo en alguna
parte y viviremos cerca de un río. Nos casaremos y en el invierno yo cortaré la
leña y todo eso. Ya verás. Lo pasaremos formidable. ¿Qué dices? Vamos, ¿qué
dices? ¿Te vienes conmigo? ¡Por favor!
—No se puede
hacer una cosa así sin pensarlo primero —dijo Sally. Parecía enfadadísima.
—¿Por qué no?
A ver. Dime ¿por qué no?
—Deja de
gritarme, por favor —me dijo. Lo cual fue una idiotez porque yo ni la gritaba.
—¿Por qué no
se puede? A ver. ¿Por qué no?
—Porque no,
eso es todo. En primer lugar porque somos prácticamente unos críos. ¿Qué harías
si no encontraras trabajo cuando se te acabara el dinero? Nos moriríamos de
hambre. Lo que dices es absurdo, ni siquiera...
—No es
absurdo. Encontraré trabajo, no te preocupes. Por eso sí que no tienes que
preocuparte. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres venir conmigo? Si no quieres, no
tienes más que decírmelo.
—No es eso. Te
equivocas de medio a medio —dijo Sally. Empezaba a odiarla vagamente—. Ya
tendremos tiempo de hacer cosas así cuando salgas de la universidad si nos
casamos y todo eso. Hay miles de sitios maravillosos adonde podemos ir.
Estás...
—No. No es
verdad. No habrá miles de sitios donde podamos ir porque entonces será
diferente —le dije. Otra vez me estaba entrando una depresión horrorosa,
—¿Qué dices?
—preguntó—. No te oigo. Primero gritas como un loco y luego, de pronto...
—He dicho que
no, que no habrá sitios maravillosos donde podamos ir una vez que salgamos de
la universidad. Y a ver si me oyes. Entonces todo será distinto. Tendremos que
bajar en el ascensor rodeados de maletas y de trastos, tendremos que telefonear
a medio mundo para despedirnos, y mandarles postales desde cada hotel donde
estemos. Y yo estaré trabajando en una oficina ganando un montón de pasta. Iré
a mi despacho en taxi o en el autobús de Madison Avenue, y me pasaré el día
entero leyendo el periódico, y jugando al bridge, y yendo al cine, y viendo un
montón de noticiarios estúpidos y documentales y trailers. ¡Esos noticiarios
del cine! ¡Dios mío! Siempre sacando carreras de caballos, y una tía muy
elegante rompiendo una botella de champán en el casco de un barco, y un
chimpancé con pantalón corto montando en bicicleta. No será lo mismo. Pero,
claro, no entiendes una palabra de lo que te digo.
—Quizá no.
Pero a lo mejor eres tú el que no entiende nada —dijo Sally. Para entonces ya
nos odiábamos cordialmente. Era inútil tratar de mantener con ella una
conversación inteligente. Estaba arrepentidísimo de haber empezado siquiera.
—Vámonos de
aquí —le dije—. Si quieres que te diga la verdad, me das cien patadas.
¡Jo! ¡Cómo se
puso cuando le dije aquello! Sé que no debí decirlo y en circunstancias
normales no lo habría hecho, pero es que estaba deprimidísimo. Por lo general
nunca digo groserías a las chicas. ¡Jo! ¡Cómo se puso! Me disculpé como
cincuenta mil veces, pero no quiso ni oírme. Hasta se echó a llorar, lo cual me
asustó un poco porque me dio miedo que se fuera a su casa y se lo contara a su
padre que era un hijo de puta de esos que no aguantan una palabra más alta que
otra. Además yo le caía bastante mal. Una vez le dijo a Sally que siempre
estaba escandalizando.
—Lo siento
mucho, de verdad —le dije un montón de veces.
—¡Lo sientes,
lo sientes! ¡Qué gracia! —me dijo. Seguía medio llorando y, de pronto, me di
cuenta de que lo sentía de verdad.
—Vamos, te
llevaré a casa. En serio.
—Puedo ir yo
sólita, muchas gracias. Si crees que te voy a dejar que me acompañes, estás
listo. Nadie me había dicho una cosa así en toda mi vida.
Como, dentro
de todo, la cosa tenía bastante gracia, de pronto hice algo que no debí hacer.
Me eché a reír. Fue una carcajada de lo más inoportuna. Si hubiera estado en el
cine sentado detrás de mí mismo, probablemente me hubiera dicho que me callara.
Sally se puso aún más furiosa.
Seguí
diciéndole que me perdonara, pero no quiso hacerme caso. Me repitió mil veces
que me largara y la dejara en paz, así que al final lo hice. Sé que no estuvo
bien, pero es que no podía más.
Si quieren que
les diga la verdad, lo cierto es que no sé siquiera por qué monté aquel
numerito. Vamos, que no sé por qué tuve que decirle lo de Massachusetts y todo
eso, porque muy probablemente, aunque ella hubiera querido venir conmigo, yo no
la habría llevado. Habría sido una lata. Pero lo más terrible es que cuando se
lo dije, lo hice con toda sinceridad. Eso es lo malo. Les juro que estoy como
una regadera..." (J.D. Salinger)
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