Beethoven y su música Divina...
Al escuchar a Beethoven siempre he sentido que su música no era de este mundo, algo tan Sublime sólo puede haber sido obra de una inspiración Divina... Sólo por poder escuchar su música merece la pena haber caído del Cielo...
«Enseñad a vuestros hijos a cultivar la virtud. Ella, y no el dinero, es la que da la verdadera dicha... Os hablo por experiencia, porque la virtud es lo único que me ha dado alivio en mis miserias. El Amor a la virtud, como el Amor a mi arte, me han salvado contra la tentación de poner fin a mis días...». (Ludwig van Beethoven)
«Beethoven, como todos los redentores, los Christos, no tuvo niñez ni juventud. El terrible estigma del trabajo y del dolor se grabó sobre él casi desde los primeros balbuceos: los puros placeres del hogar le fueron negados, puede decirse, desde la cuna hasta el sepulcro, y las lágrimas vienen involuntariamente a los ojos cuando uno lee en sus biógrafos aquellos pasajes en los que el niño infeliz, dormidito en las crudas noches del invierno alemán, era arrancado al calor de su cama por la violencia de un padre y de un maestro borrachos, para que diese a altas horas de la noche la lección musical que la intemperancia de aquellos dos compadres no había tenido a bien dar durante el día... Como esas piadosas imágenes que a veces se ven en los altares católicos, el tierno infante traía ya, pues, sobre sus hombros el pesado madero redentor de su cruz, que era su música, una música ¡ay! que estuvo condenado a hacer y a no oír desde los treinta años hasta el día de su muerte.... Beethoven sordo, y dándonos sin embargo sus paisajes divinos, como Homero y como Milton ciegos y dándonos sus epopeyas, son algo súperhumanamente trágico que nos muestra con bárbara elocuencia, cómo hay dos hombres en nosotros: el físico, juguete casi siempre de una Naturaleza impía, madrastra más que madre para los grandes, y el astral-mental; el hombre de pensamiento y de imaginación; el hombre, en fin, llamado a sobrevivir a su cuerpo físico y capaz de crear infinitos mundos hiperfísicos, con otro sol, al que sus ojos materiales no ven; con otras notas que las que sus oídos materiales perciben; esas insondables tinieblas - tinieblas por ultra-luminosas, más arriba de nuestra gamma perceptiva - esos insonoros sonidos de que nos habla «La Voz del Silencio», con los que la vida cósmica palpita, y que son producidos sin cesar por los astros al rodar por el éter sin límites...» (Mario Roso de Luna)
«Beethoven no es solamente el músico más grande que ha existido y el más puro artista; es el generoso corazón, herido, de todos los infortunios, que se hace más fuerte que ellos y consagra su vida a las generaciones futuras: «a la pobre humanidad». Héroe entre los héroes, más grande que su tiempo y que sus dolores, eleva sus brazos de gigante para abrazar a los tiempos y a los hombres que han de venir... Abordar el conocimiento de este hombre sublime, es asociarse a un vasto mundo con sus insondables paisajes estelares, las faunas y floras maravillosas, las tinieblas, los fulgores y las pasiones de sus seres. Su vida es el cimiento de donde surge la obra; su grandeza como hombre, es el origen de su grandeza como artista. ¡Sublime modelo!. Porque no vivió para él, sino para los demás hombres, y ésta renuncia de sí mismo - renuncia, diremos, verdaderamente teosófica - fue el deber que se impuso y realizó. Su obra colosal, inagotable para el análisis, produce el estupor del Infinito; animada de soplo Divino, lleva en sí vida y juventud inmarcesible; es la idea en su forma universal: háblanos de la verdad Eterna... La música de Beethoven no es motivo de estudio exclusivamente para los técnicos; en ella encuentra el filósofo, el pensador y el artista, inmenso campo de exploración, porque no es músico de forma, sino de idea; nada huelga en ella; cada nota tiene un significado, cada silencio una emoción. Beethoven mismo decía que «la música es una revelación más Sublime que toda sabiduría y toda filosofía». Ella es la única introducción incorpórea al mundo superior del saber; ese mundo que rodea al hombre y cuyo significado interior no se percibe en conceptos reales; la parte formal de aquella es simplemente el necesario vehículo que revela, por medio de nuestros sentidos, la vida espiritual...». (Mateo M. Barroso)
«Beethoven, no es meramente un hombre, sino la personificación de todos los hombres, un hombre representativo que Carlyle diría, con sus defectos, sus méritos, sus infortunios, sus dichas y, sobre todo, sus esperanzas. De Beethoven la última palabra no se ha dicho ni se dirá jamás. Él no habita en este bajo mundo: siempre nos eleva a regiones superiores, haciéndonos saborear sus delicias celestes... Su típica personalidad cifra por entero en el cruel dualismo - dualismo de titanes - entre las ardientes aspiraciones del hombre de mérito y la suerte miserable que con frecuencia place a Dios el otorgarle en este bajo mundo... Beethoven es apasionado: Beethoven exige: hay mucho de Laocoonte en Beethoven, de aquel humano símbolo de la lucha homérica del hombre rodeado su cuerpo de serpientes, cuando intenta por centésima vez esfuerzos libertadores...» (W. de Lenz)
«Filósofo de las armónicas sonoridades, fervoroso cultivador de las tradiciones arcaicas, espíritu totalmente posesionado del idealismo platónico, Beethoven se nos presenta, como un revelador práctico de las divinas teorías de Pitágoras. Su vida y la misión que en ella desempeñó, fue un incomparable sacerdocio. Por eso, añade este escritor, cuando tengáis el alma profundamente agitada, debéis oír a Beethoven. Él serenará vuestra tempestad. Vuestro dolor, turbación, duda o desconsuelo: vuestros sentimientos obscuros, confusos, sombríos..., harán resaltar doblemente todos los tesoros de majestuosa pureza que se encierran en la sobrehumana música de Beethoven..... Después, al recordar que lo que acabáis de oír es la inspiración recibida por uno de vuestros semejantes, olvidaréis todos los crímenes y errores de la humanidad, aun aquellos de que hayáis sido víctimas directas; vuestro corazón se henchirá de una piedad inmensa y os sentiréis orgullosos de ser hombres...» (J. F. Carbonell)
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