Mundo Fusion

martes, enero 03, 2017

Lo Desconocido...


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Lo Desconocido (Camile Flammarion)
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INTRODUCCIÓN

Las aspiraciones universales y constantes de la humanidad que piensa, el recuerdo y el respeto de los muertos, la idea innata de una justicia inmanente, el sentimiento de nuestra conciencia y de nuestras facultades intelectuales, la miserable incoherencia de los destinos terrestres comparada con el orden matemático que rige al universo, el inmenso vértigo de infinito y de eternidad suspendido en las alturas de una noche estrellada, la identidad permanente de nuestro yo en el fondo de todos nuestros conceptos a pesar de las variaciones y de las transformaciones de la substancia cerebral, todo concurre a establecer en nosotros la convicción de la existencia del alma como entidad individual, de su supervivencia a la destrucción de nuestro organismo corporal y de su inmortalidad.
 
La demostración científica, sin embargo, no está todavía hecha y los fisiólogos enseñan, por el contrario, que el pensamiento es una función del cerebro, que sin éste no hay pensamiento y que todo muere con nosotros. Hay contradicción entre las aspiraciones ideales de la humanidad y lo que se llama la ciencia positiva. 

Por otra parte, no se sabe ni se puede afirmar más que lo que se ha aprendido. Sólo la ciencia progresa en la historia actual de la humanidad. La Ciencia ha transformado el mundo, aunque sea raro que se le haga la justicia y se le rinda el agradecimiento que le son debidos. Por ella vivimos intelectualmente y hasta materialmente hoy en día. Ella sola puede esclarecernos y conducirnos.
 
Esta obra es un ensayo de análisis científico de asuntos considerados en general como extraños a la ciencia y hasta como inciertos, fabulosos y más ó menos imaginarios.

Voy a demostrar que eso hechos existen.

Voy a tratar de aplicar los métodos de las ciencias de observación al análisis de unos fenómenos relegados generalmente al dominio de los cuentos, de lo maravilloso y de lo sobrenatural, y a establecer que son producidos por fuerzas todavía desconocidas y pertenecientes a un mundo invisible, natural y diferente del que perciben nuestros sentidos. 

¿Esta tentativa es racional? ¿Es lógica? ¿Puede conducir a algún resultado? Lo ignoro. Pero es interesante y si nos pone en camino de conocer la naturaleza del alma humana y de demostrar científicamente su supervivencia, hará realizar a la humanidad un progreso superior a todos los que ha producido hasta hoy la evolución gradual de todas las demás ciencias reunidas.
 
La razón humana no puede admitir como cierto sino lo que está demostrado, pero, por otra parte, no tenemos derecho de negar nada de antemano, porque el testimonio dé nuestros sentidos es incompleto y engañoso. Debemos abordar todo asunto de estudio sin ninguna idea preconcebida y estar dispuestos a admitir lo que se nos pruebe, pero no lo que no esté probado. En general, en estos asuntos relacionados con la telepatía, las apariciones, la vista a distancia, la sugestión mental, los sueños premonitorios, el magnetismo, las manifestaciones psíquicas, el hipnotismo, el espiritismo y ciertas creencias religiosas, es inaudito el ver cuán poca crítica esclarecida se ha dedicado a las cosas en discusión y qué incoherente conjunto de tonterías se ha acogido como verdades. ¿Pero es aplicable a todas estas investigaciones el método de observación científica? Esto es lo que debemos apreciar desde luego por las mismas investigaciones. 

En principio, no debemos creer nada sin pruebas.

No hay más que dos métodos en este mundo: el de la antigua escolástica, que afirmaba ciertas verdades a priori, a las que los hechos estaban obligados a conformarse, y el de la ciencia moderna desde Bacón, que parte de la observación de los hechos y no construye la teoría hasta después de haberlos hecho constar. Inútil añadir que el segundo de estos métodos es aquí el único aplicable.
 
El objeto de esta obra es esencialmente científico. Por principio dejaré a un lado las cosas que no me parezca que han sido certificadas por la observación o por la experiencia. Muchos dicen: «¿Para qué buscar? No encontraréis nada. Son secretos que Dios se reserva.» Siempre ha habido personas que han preferido la ignorancia al saber. Con ese modo de razonar y de obrar, jamás se hubiera sabido nada y más de una vez ha sido aplicado también a las investigaciones astronómicas. Es el razonamiento de los que no tienen costumbre de pensar personalmente y confían a pretendidos directores el cuidado de tener sus conciencias en andadores.

Otros objetan que esos capítulos de las ciencias ocultas hacen retroceder nuestros conocimientos hasta la edad media, en vez de adelantarlos hacia el porvenir luminoso del progreso moderno. Pues bien, el estudio razonado de estos hechos no puede conducirnos a los tiempos de las brujerías, como el de los fenómenos astronómicos no nos lleva al tiempo de la astrología.

Al empezar esta obra, acabo de ver el prefacio del libro del conde Agenor de Gasparín sobre Las mesas giratorias y de leer en él lo que sigue:

«Hay una palabra, una palabra dura, que pide ser esclarecida: «el asunto de mi trabajo no es serio.» En otros términos, no queremos saber si tiene usted o no razón; nos basta observar que la verdad que usted pretende defender no está en el número de las verdades patentadas y autorizadas, de las verdades en que se puede uno ocupar sin comprometerse, de las verdades confesables, de las verdades serias. ¡Existen verdades ridículas! ¡Peor para ellas! Llegará acaso su turno y entonces las personas que se respetan se dignarán tomarlas bajo su protección, pero entretanto, mientras haya individuos que frunzan el ceño, mientras haya ciertos salones que se burlen, será de mal gusto afrontar el anatema de la opinión impuesta. No nos hable usted de la verdad. Se trata de las conveniencias, del buen tono, de permanecer en el surco por el que marchan en fila los hombres serios» 

Estas palabras, escritas hace cerca de medio siglo, son aún verdaderas. Nuestra, pobre especie humana, tan ignorante de todo y cuyas horas pasan, en general, tan estúpidamente, comprende en sus filas algunos individuos que se admiran seriamente a sí mismos y juzgan a los hombres y a las cosas. Cuando se estudia una cuestión cualquiera, el solo partido que hay que tomar es el de no preocuparse de esos individuos ni de su opinión pública o privada e ir en derechura a la investigación de la verdad. Las tres cuartas partes de la humanidad están compuestas de seres todavía incapaces de comprender esa investigación y que viven sin pensar por ellos mismos. Dejémosles con sus juicios superficiales y desprovistos de valor real.
 
Hace mucho tiempo que me ocupo de estas cuestiones en las horas libres de mis trabajos astronómicos. Tengo a la vista mi antigua tarjeta de «miembro libre de la Sociedad parisiense de estudios espiritistas», firmada por Allan Kardec. Está fechada el 15 de noviembre de 1861. (Tenía yo entonces diez y nueve años y hacía tres que era alumno-astrónomo en el Observatorio de París.) Desde hace más de un tercio de siglo estoy al corriente de los fenómenos observados por todo el globo y he examinado la mayor parte de los «médiums». Siempre me ha parecido que esos fenómenos merecían ser estudiados con un espíritu de libre examen y he creído en muchas circunstancias que debía insistir sobre ese punto. A causa, sin duda, de esa larga experiencia mía, se ha insistido tanto en reclamarme la redacción de esta obra.
 
Acaso también la práctica habitual de los métodos experimentales y de las ciencias de observación asegura una censura más digna de confianza que las vagas aproximaciones con que se contenta la vida ordinaria.

Pero yo dudaba, sin embargo. ¿Ha llegado verdaderamente el tiempo oportuno? ¿Se está suficientemente preparado? ¿El fruto está maduro?

Se puede, con todo, empezar. Los siglos desarrollarán el germen.

Este es, pues, un libro de estudios, concebido y hecho con el único fin de conocer la realidad sin preocuparse de las ideas generalmente admitidas hasta ahora y con la independencia de espíritu más completa y el olvido más absoluto de la opinión pública.

Hay que reconocer, por otra parte, que si este trabajo es interesante desde el punto de vista de la investigación de verdades desconocidas, es muy ingrato considerado ante la opinión. Casi todo el mundo desaprueba a los que le consagran algún tiempo. Los hombres de ciencia piensan que no es un asunto científico y que siempre es lamentable que se pierda el tiempo.
 
Las personas por el contrario, que creen ciegamente en les comunicaciones espiritistas, en los ensueños, en los presentimientos y en las apariciones, encuentran inútil que se lleve a estos asuntos un espíritu crítico de análisis y de examen. No se nos oculta tampoco que el asunto resulta impreciso y obscuro y que nos costará gran trabajo iluminarlo con una verdadera luz. Pero si este trabajo no sirviera más que para aportar una piedrecilla al edificio de los conocimientos humanos, estaría muy contento de haberlo emprendido.
 
Parece que lo más difícil para el hombre es permanecer absolutamente independiente do toda ambición personal, decir lo que piensa y lo que sabe, sin cuidarse para nada de la opinión que se pueda formar de él y desinteresándose de todo. El practicar la noble divisa de Juan Jacobo no produce más que enemigos, porque la humanidad es ante todo una raza egoísta, grosera; ignorante, cobarde e hipócrita. Los seres que viven para la inteligencia y para el corazón son excepcionales.

Y lo que hay acaso más curioso es que la libre investigación de la verdad es desagradable a todo el mundo, pues cada cual tiene sus pequeños prejuicios de los que no quiere desprenderse. 

Si digo, por ejemplo, que la inmortalidad del alma, que ya enseña la filosofía, será pronto probada experimentalmente por las ciencias físicas, más de un escéptico sonreirá ante mi afirmación.

Si digo, por el contrario, que el espiritista que llama a su velador a Sócrates o a Newton, a Arquímedes o a San Agustín, y que cree conversar con ellos, está engañado por una ilusión, todo un partido me arrojará piedras y anatemas.

Pero, una vez más, no nos preocupemos de esas diversas opiniones.

¿A qué conducen esos estudios sobre los problemas psíquicos? se puede preguntar.

A demostrar que el alma existe y que las esperanzas de inmortalidad no son quimeras.

El materialismo es una hipótesis que no se puede sostener desde que conocemos mejor «la materia». Ésta no ofrece ya el sólido punto de apoyo que se creía. Los cuerpos están compuestos de miríadas de átomos movibles e invisibles que no se tocan y están en movimiento perpetuo los unos alrededor de los otros. Estos átomos infinitamente pequeños están ahora considerados, ellos mismos, como centros de fuerza. ¿Dónde está, pues, la materia? La materia desaparece bajo el dinamismo.

Una ley intelectual rige al universo, en cuya organización nuestro planeta no es más que un humilde órgano: la ley del Progreso. En mi obra "El Mundo antes de la creación del hombre" he demostrado que el transformismo de Lamarck y de Darwin no es más que una observación de hechos y no una causa (el producto no puede nunca ser superior a la causa generadora), y en mi libro "El fin del Mundo" he probado que nada puede acabar, puesto que todo existe aún de la eternidad pasada.

El estudio del universo nos hace entrever la existencia de un plan y de un fin que no tienen por objeto especial al habitante de nuestro planeta y que son, por otra parte, incognoscibles para nuestra pequeñez.
 
La ley del Progreso que rige la vida, la organización física de la vida misma, la atracción de los sexos, la previsión inconsciente de las plantas, de los insectos, de los pájaros, etc., para asegurar su progenitura, y el examen de los principales hechos de la historia natural, establecen, como ha dicho OErsted, que existe «el espíritu en la naturaleza.»

Los actos de la vida habitual no nos muestran el pensamiento más que en el cerebro del hombre y de los animales. De aquí han deducido los fisiólogos que el pensamiento es una propiedad, un producto del cerebro.
 
Nada, sin embargo, nos autoriza a admitir que la esfera de nuestras observaciones es universal y comprende todas las posibilidades de la naturaleza en todos los mundos.
 
Nadie tiene derecho de afirmar que el pensamiento no puede existir sin cerebro.

Si uno cualquiera de los microbios que habitan por millones en nuestro cuerpo tratase de generalizar sus impresiones, ¿podría sospechar, navegando en nuestra sangre, devorando nuestros músculos, agujereando nuestros huesos y viajando por los diversos órganos de nuestro cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, que este cuerpo, como el suyo, está regido por una unidad orgánica?

En el mismo caso nos encontramos sensiblemente con relación al universo astral.

El sol, corazón gigantesco de su sistema, fuente de la vida, despide sus rayos en el foco de las órbitas planetarias y gravita él mismo en un organismo sideral más vasto todavía. No tenemos derecho para negar que en el espacio rija un pensamiento que dirige esas acciones como nosotros dirigimos los movimientos de nuestros brazos o de nuestras piernas. La potencia instintiva que, rige a los seres vivientes, las fuerzas que conservan el latido de nuestros corazones, la circulación de nuestra sangre, la respiración de nuestros pulmones, el funcionamiento de nuestros órganos, ¿no corresponde a otros que en el universo material rigen unas condiciones de existencia más importantes que las de un ser humano, puesto que si el sol, por ejemplo, se apagase o si se dislocase el movimiento de la tierra, no
es sólo un ser humano el que moriría, sino la población entera del globo, sin hablar de otros planetas?
 
Existe en el cosmos un elemento dinámico invisible imponderable, repartido en el universo, independiente de la materia visible y ponderable y que obra sobre ella; y en ese elemento dinámico hay una inteligencia superior a la nuestra.

Sí, pensamos, sin duda, con el cerebro, como vemos con los ojos, como oímos con los oídos, pero no es el cerebro el que piensa, así como no son los ojos los que ven. ¿Qué se diría de una persona que felicitase a un anteojo porque veía bien los canales de Marte? El ojo es un órgano y el cerebro es otro.

Los problemas psíquicos no son tan extraños como se supone a los problemas astronómicos. Si el alma es inmortal, si el cielo es su futura patria, el conocimiento del alma no puede ser ajeno al conocimiento del cielo.

"Un misionero medieval cuenta 
que había encontrado el lugar 
en el que el Cielo y la Tierra se encontraban..."

¿El espacio infinito no es el dominio de la eternidad?

¿Qué tiene de sorprendente que los astrónomos hayan sido pensadores, investigadores, ávidos de conocer la naturaleza real del hombre y de la creación? No acusemos, pues, á Schiaparelli, director del Observatorio de Milán y observador asiduo del planeta Marte, ni al profesor Zoellner, del Observatorio de Leipsig y autor de importantes investigaciones sobre los planetas, ni á Crookes, que fue astrónomo antes de ser químico, ni al astrónomo y físico Huggins, ni a otros sabios, como Richet, Wallace, Lombroso, etc., por haber tratado de saber lo que hay de verdad en esas manifestaciones. La verdad es una y en la naturaleza todo se corresponde. 

Me atrevo a añadir que no tendría gran interés para nosotros el estudio del universo sideral si estuviésemos ciertos de que había de ser siempre extraño a nosotros y de que jamás habríamos de conocerle personalmente. La no mortalidad en los astros me parece el complemento lógico de la astronomía. ¿En qué puede interesarnos el cielo si no vivimos más que un día en la tierra?

Las ciencias psíquicas están muy retrasadas respecto de las físicas. La astronomía ha tenido un Newton, la Biología está todavía en Copérnico y la psicología en Hiparco y Ptolomeo. Todo lo que podemos hacer actualmente es recoger observaciones, coordinarlas y ayudar a los comienzos de la nueva ciencia.
 
Se presiente, se prevé que la religión del porvenir será científica y fundada en el conocimiento de los hechos psíquicos. Esa religión de la ciencia tendrá sobre todas las anteriores una ventaja considerable: la unidad. Hoy un judío o un protestante no admiten el culto de la Virgen y de los santos, un musulmán odia a los «perros cristianos», un budista repudia los dogmas de occidente. Ninguna de esas divisiones podría existir en una religión fundada en la solución científica general de los problemas psíquicos.

Pero aquí estamos lejos de llegar a las cuestiones de teorías y de dogmas. Lo que importa ante todo es saber si en efecto los fenómenos de que se trata existen, y evitarse la pérdida de tiempo y el ridículo de buscar la causa de lo que no existe. Hagamos constar ante todo los hechos; las teorías vendrán después. Esta obra estará compuesta sobre todo de observaciones, de ejemplos, de testimonios y de la menor cantidad posible de frases. Se trata de acumular las pruebas de manera que resulte de ellas la certidumbre. Intentaremos una clasificación metódica de los fenómenos, agrupando juntos los que presentan entre sí más analogía y tratando en seguida de explicarlos. Este libro no es una novela sino una recopilación de documentos, una tesis de estudio científico. He querido seguir en él esta máxima del astrónomo Laplace: «Estamos tan lejos de conocer todos los agentes de la naturaleza, escribía, precisamente a propósito del magnetismo humano, que no sería filosófico negar los fenómenos únicamente porque son inexplicables en el estado actual de nuestros conocimientos. Solamente, debemos examinarlos con una atención escrupulosa y determinar hasta qué punto hay que multiplicar las observaciones y los experimentos para obtener una probabilidad superior a las razones que se pueden tener para no admitirlos.»

Hemos dicho nuestro programa. Los que quieran seguirnos verán que si este trabajo tiene algún mérito es el de la sinceridad. Queremos saber si se puede afirmar que los fenómenos misteriosos de que la humanidad parece haber sido testigo desde la más remota antigüedad existen realmente, y no tenemos otro fin que la investigación de la verdad.

París, Marzo de 1900.