Mundo Fusion

miércoles, mayo 13, 2015

Los buscadores de conchas...


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Los buscadores de conchas (Rosamunde Pilcher)
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 "Ella experimentó una gran felicidad. Abrió los ojos y la felicidad permaneció, el sueño era más real que la realidad. Podía sentir la sonrisa en su propio rostro, como si alguien la hubiese puesto allí. El sueño se desvaneció, pero la sensación de tranquila satisfacción se quedó. Sus ojos acogieron con alegría los detalles vagos de su dormitorio. El brillo cobrizo del pie de cama; la forma amenazante del enorme armario, las ventanas abiertas con las cortinas moviéndose ligeramente en el flujo del dulce aire nocturno.
 

«Me gustaría ser joven otra vez. Ser capaz de ver lo que va a pasar.»
 

Estaba de pronto completamente despierta y supo que no volvería a conciliar el sueño. Apartó las sábanas y se levantó de la cama, buscando a tientas sus zapatillas, alcanzando su bata. En la oscuridad abrió la puerta y bajó a la cocina. Encendió la luz. Estaba caliente y ordenada. Puso leche en un cazo y la calentó al fuego. A continuación, cogió una taza del aparador, puso una cucharadita de miel en su interior, la llenó de leche caliente y removió. Con la taza en la mano, atravesó el comedor para entrar en la sala de estar. Encendió la lámpara que iluminaba Los buscadores de conchas y, a su luz difusa, dio vida al fuego. Cuando éste prendió, llevó la taza al sofá, ahuecó los cojines y se hizo un ovillo en una esquina con los pies doblados junto a ella. Sobre ella el cuadro se mostraba, en la media luz, brillante como una ventana con vidrio de color con el sol detrás de él. Era su propio y personal mantra, emanando una fascinación hipnótica. Miró fijamente concentrándose, sin parpadear, a la espera de que el hechizo funcionase, se produjese la magia. Llenó sus ojos con el azul del mar y del cielo, luego sintió el viento salobre; olió las algas marinas y la arena mojada; oyó el grito de las gaviotas, el zumbido de la brisa en sus oídos. 


Allí se sentía a salvo, y podía permitirse recordar las diferentes y repetidas ocasiones en su vida en que había hecho justo esto, apartarse, sola, encerrarse con Los buscadores de conchas. Se sentaba, a veces, durante aquellos desoladores días de Londres, después de la guerra, acosada, en ocasiones al borde de la derrota, por el racionamiento, la falta de dinero y la insuficiencia de afecto; por la soledad sin esperanza y espantosa que le había dejado Ambrose que, por alguna razón, no podía ser llenada por la compañía de los niños. Así se había sentido la noche en que Ambrose había hecho sus maletas y abandonado a su familia, dirigiéndose a Yorkshire, a la prosperidad y al joven y cálido cuerpo de Delphine Hardacre; de nuevo cuando Olivia, la más querida de sus hijos, había abandonado para siempre la casa de Oakley, para instalarse sola e iniciar su brillante carrera.
 

Nunca debes volver atrás, le decían todos. Todo habrá cambiado. Pero ella sabía que estaban equivocados porque aquellas cosas que ella echaba de menos eran elementales y afortunadamente, a menos que el mundo explotase, permanecerían inmutables. Los buscadores de conchas...


 Como un viejo amigo de confianza, la fidelidad del cuadro provocaba en ella gratitud. Y, como alguien que se vuelve posesivo con los amigos, ella se había adherido a él, vivía con él y se negaba siquiera a hablar de separarse de él. Pero ahora, súbitamente, las cosas eran diferentes. No había sólo un pasado, sino también un futuro. Proyectos por hacer, placeres en reserva y muchas perspectivas ante ella. Además, tenía sesenta y cuatro años. No era cuestión de desperdiciar los años que le quedaban, de mirar nostálgicamente el pasado sobre su hombro. Dijo en voz alta: «es posible que ya no te necesite más». El cuadro no hizo comentario alguno. «Quizá ha llegado el momento de que te vayas.» Terminó su bebida. Posó la taza vacía y cogió la manta que yacía sobre el respaldo del sofá, se acostó sobre los suaves cojines con la manta para calentarse, extendida a lo largo de su cuerpo. Los buscadores de conchas le harían compañía, mirarían y sonreirían a su figura dormida. Pensó en el sueño y en su padre diciendo «vendrán, para pintar el calor del sol y el color del cielo». Cerró los ojos. Me gustaría ser joven otra vez..."


 (Las simples cosas - Chavela Vargas)