Mundo Fusion

sábado, marzo 11, 2017

El Libro del Desasosiego...

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El Libro del Desasosiego
(Bernardo Soares)
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"Toda vida es un sueño
Nadie sabe lo que hace, 
nadie sabe lo que quiere, 
nadie sabe lo que sabe. 
Dormimos la vida, eternos niños del Destino..."

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"Cuando otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua novedad de la sensación libre.

Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada, me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.

Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.

Volví los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi estos pensamientos.

La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta.

Ahora duerme la espalda de este hombre. Todo él, que camina delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme. Va inconsciente. Vive inconsciente. Duerme, porque todos dormimos. Toda vida es un sueño. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere, nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños del Destino. Por eso siento, si pienso con esta sensación, una ternura informe e inmensa por toda la humanidad infantil, por toda vida social durmiente, por todos, por todo.

Es un humanitarismo directo, sin conclusiones ni propósitos, el que me asalta en este momento. Sufro una ternura como si un dios viese. Los veo a todos a través de una compasión de único consciente, los pobres diablos de hombres, el pobre diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?

Todos lo movimientos e intenciones de la vida, desde la sencilla vida de los pulmones hasta la construcción de ciudades y el trazado de fronteras de los imperios, los considero una somnolencia, cosas como sueños o reposos, sucedidas involuntariamente entre una realidad y otra realidad, entre un día y otro día de lo Absoluto. Y, como alguien abstractamente maternal, me inclino de noche sobre los hijos malos igual que sobre los buenos, comunes en el sueño en que son míos. Me enternezco con una largueza de cosa infinita.

Desvío los ojos de la espalda de mi adelantado, y pasándolos a todos los demás, cuantos van andando por esta calle, a todos los abarco nítidamente en la misma ternura absurda y fría que me ha llegado de los hombros del inconsciente al que sigo. Todo esto es lo mismo que él; todas estas chicas que hablan camino del taller, estos empleados jóvenes que ríen camino de la oficina, estas criadas con senos que regresan de las compras pesadas, estos mozos de los primeros transportes: todo esto es una misma inconsciencia diversificada por caras y cuerpos que se distinguen, como marionetas movidas por las cuerdas que van a dar a los mismos dedos de la mano de quien es invisible. Pasan por todas las actitudes con que se define la conciencia, y no tienen conciencia de nada, porque no tienen conciencia de tener conciencia. Unos inteligentes, otros estúpidos, son todos igualmente estúpidos. Unos viejos, otros jóvenes, son de la misma edad. Unos hombres, otros mujeres, son del mismo sexo que no existe..."
 "Mi alma es una orquesta oculta; 
no sé qué instrumentos tañe o rechina, 
cuerdas y arpas, timbales y tambores, dentro de mí. 
Sólo me conozco como sinfonía..."

52
"Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.

Pero, cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien, ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros de hortaliza.

Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja y la realidad de las vidas que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado hacia delante en una marcha casi imposible.

Cada cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir. Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora, me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora, voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y, por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito..."

"Una inquietud enorme me hacía estremecer los gestos mínimos. 
Sentí recelo, de enloquecer, no de locura, sino de allí mismo. 
Mi cuerpo era un grito latente. 
Mi corazón latía como si hablase..."

53
"Una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez.

La monotonía de las vidas vulgares es, aparentemente, pavorosa. Estoy almorzando en este restaurante vulgar, y miro, más allá del mostrador, la figura del cocinero; y aquí, a mi lado, está de pie el camarero viejo que me sirve, como hace treinta años, creo, sirve en esta casa. ¿Qué vidas son las de estos hombres? Hace cuarenta años que aquella figura de hombre vive casi todo el día en una cocina; tiene unas breves vacaciones; duerme relativamente pocas horas; va de vez en cuando al pueblo, del que vuelve sin duda y sin pena; almacena lentamente dinero lento, que no se propone gastar; se pondría enfermo si tuviera que retirarse de su cocina (definitivamente) para irse a los campos que ha comprado en Galicia; está en Lisboa hace cuarenta años y nunca ha ido, ni siquiera, a la Rotonda ni a un teatro, y tiene un solo día de Coliseo: payasos en los vestigios interiores de su vida. Se casó no sé cómo ni por qué, tiene cuatro hijos y una hija, y su sonrisa, al inclinarse, desde el lado de allá del mostrador hacia donde estoy, expresa una gran, una solemne, una contenta felicidad. Y no simula, ni qué razón tiene para simular. Si la siente es porque verdaderamente la tiene.

¿Y el camarero viejo que me sirve, y que acaba de poner ante mí el que debe ser el millonésimo café de su puesta de café en las mesas? Tiene la misma vida que el cocinero, apenas con la diferencia de cuatro o cinco metros: los que hay de la localización del uno en la cocina a la localización del otro en la parte de fuera de la casa de comidas. Por lo demás, sólo tiene dos hijos, va más veces a Galicia, ha visto Lisboa más que el otro, y conoce Oporto, donde estuvo hace cuatro años, y es igual de feliz.

Examino, con un asombro asustado, el panorama de estas vidas, y descubro, cuando voy a sentir horror, pena, indignación ante ellas, que quien no siente horror, ni pena, ni indignación, son los mismos que tendrían derecho a sentirlos, son los mismos que viven esas vidas. Es el error central de la imaginación literaria: suponer que los otros son nosotros y que deben sentir como nosotros. /Pero, afortunadamente para la humanidad, cada hombre es solamente quien es, siéndole dado al genio, únicamente, el ser algunos otros más.

Todo, a fin de cuentas, se da en relación a aquello en que se da. Un pequeño incidente callejero, que llama a la puerta al cocinero de esta casa, le entretiene más que me entretiene a mí la contemplación de la idea más original, la lectura del mejor libro, el más grato de los sueños inútiles. Y si la vida es esencialmente monotonía, el hecho es que él se ha librado de la monotonía con más facilidad que yo. Y se escapa de la monotonía más fácilmente que yo. La verdad no está con él ni conmigo, porque no está con nadie; pero la felicidad está verdaderamente con él.

Sabio es quien monotoniza la existencia, puesto que entonces cada pequeño incidente tiene un privilegio de maravilla. El cazador de leones no tiene aventuras más allá del tercer león. Para mi cocinero monótono, una escena de bofetadas en la calle tiene siempre algo de apocalipsis modesto. Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica y, si un día va a Cintra, siente que ha ido a Marte. El viajero que ha recorrido toda la tierra, de cinco mil millas en adelante no encuentra novedades, porque sólo encuentra cosas nuevas; otra vez la novedad, la vejez de lo eterno nuevo, pero el concepto abstracto de novedad se quedó en el
mar con la segunda de ellas.

Un hombre puede, si posee verdadera sabiduría, disfrutar del espectáculo completo del mundo en una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, sólo mediante el uso de los sentidos y el alma no saber estar triste.

Monotonizar la existencia, para que no sea monótona. Tornar anodino lo cotidiano, para que la más pequeña cosa sea una distracción. En medio de mi trabajo de todos los días, oscuro, igual e inútil, me surgen visiones de fuga, huellas soñadas de islas lejanas, fiestas en avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo. Pero reconozco, entre dos asientos, que si tuviese todo eso, nada de eso sería mío. Más vale, en realidad, el patrón Vasques que los Reyes del Ensueño, más vale, en realidad, la Calle de los Doradores que las grandes avenidas de los parques imposibles. Teniendo al patrón Vasques, puedo disfrutar del sueño de los Reyes del Ensueño; teniendo la oficina de la Calle de los Doradores, puedo disfrutar de la visión interior de los paisajes que no existen. Pero si tuviese a los Reyes del Ensueño, ¿qué me quedaría por soñar? Si tuviese los paisajes imposibles, ¿qué me quedaría de imposible?

La monotonía, la igualdad sin brillo de los días iguales, la ninguna diferencia entre hoy y ayer —que esto me quede siempre, con el alma despierta para disfrutar de la mosca que me distrae, cuando pasa por casualidad ante mis ojos, de la carcajada que se levanta voluble desde la calle indeterminada, la vasta liberación de ser hora de cerrar la oficina, el descanso infinito de un día de fiesta.


Puedo imaginarlo todo, porque no soy nada. Si fuese algo, no podría imaginar. El ayudante de contabilidad puede soñarse emperador romano; el Rey de Inglaterra está privado de ser, en sueños, otro rey distinto del rey que es. Su realidad no le deja sentir..."

64
"Estoy en un día en que me pesa, como un ingreso en la cárcel, la monotonía de todo. La monotonía de todo no es, sin embargo, sino la monotonía de mí. Cada rostro, aunque sea el de quien vimos ayer, es otro hoy, puesto que hoy no es ayer. Cada día es el día que es, y nunca ha habido otro igual en el mundo. Sólo en nuestra alma se encuentra la identidad —la identidad sentida, aunque falsa, consigo misma— mediante la cual todo se asemeja y se simplifica. El mundo es cosas destacadas y aristas diferentes; pero, si somos miopes, es una niebla insuficiente y continua.

Mi deseo es huir. Huir de lo que conozco, huir de lo que es mío, huir de lo que amo. Deseo partir —no para las Indias imposibles, o para las grandes islas del Sur de todo, sino para el sitio cualquiera —aldea o yermo— que tenga en sí el no ser este sitio. Quiero no ver ya estos rostros, estas costumbres y estos días. Quiero reposar, ajeno, de mi fingimiento orgánico. Quiero sentir al sueño llegar como vida, y no como reposo. Una cabaña a la orilla del
mar, una caverna, incluso, en la falda rugosa de una sierra, puede darme esto. Desgraciadamente, sólo mi voluntad no puede dármelo.

La esclavitud es la ley de la vida, y no hay otra ley, porque ésta tiene que cumplirse, sin insurrección posible ni refugio que encontrar. Unos nacen esclavos, otros se vuelven esclavos, y a otros les es dada la esclavitud. El amor cobarde que todos tenemos a la libertad —que, si la tuviésemos, la extrañaríamos, por nueva, y la repudiaríamos— es la verdadera señal del peso de nuestra esclavitud. Yo mismo, que acabo de decir que desearía la cabaña o la caverna donde estuviese libre de la monotonía de todo, que es la de mí, ¿osaría yo partir para esa cabaña o caverna, sabiendo, por conocimiento, que, puesto que la monotonía es de mí, la habría de tener siempre conmigo? Yo mismo, que me ahogo donde estoy y porque estoy, ¿dónde respiraría mejor, si la enfermedad es de mis pulmones y no de los aires que me rodean? Yo mismo, que anhelo alto el sol puro y los campos libres, el
mar visible y el horizonte entero, ¿quién me asegura que no extrañaría la cama, o la comida, o no tener que bajar los ocho tramos de la escalera hasta la calle, o no entrar en la tabaquería de la esquina, o no darle los buenos días al barbero ocioso?

Todo lo que nos rodea se vuelve parte de nosotros, se nos infiltra en la sensación de la carne y de la vida, y, baba de la gran Araña, nos liga sutilmente a lo que nos rodea, enredándonos en un lecho suave de muerte lenta, donde oscilamos al viento. Todo es nosotros, y nosotros somos todo, ¿pero de qué sirve esto, si no es nada? Un rayo de sol, una nube cuya sombra súbita dice que pasa, una brisa que se levanta, el silencio que llega cuando cesa, un rostro u otro, algunas voces, la risa casual entre ellas, que hablan, y después la noche en que emergen sin sentido los jeroglíficos rotos de las estrellas..."

 "Fue en un mar interior donde terminó el río de mi vida..."

112 
"Por entre el caserío, en intercalaciones de luz y sombra —o, mejor, de luz—, la mañana se desata sobre la ciudad. Parece que no viene del sol, sino de la ciudad, y que es de los muros y de los tejados de donde la luz de lo alto se desprende —no de ellos físicamente, sino de ellos porque están allí.
Siento, al sentirla, una gran esperanza; pero reconozco que la esperanza es literaria. Mañana, primavera, esperanza —están unidas en música por la misma intención melódica; están unidas en el alma por el mismo recuerdo de una igual intención. No: si me observo a mí mismo, como observo a la ciudad, reconozco que lo que tengo que esperar es que este día se acabe, como todos los días. La razón también ve a la aurora. La esperanza que he puesto en ella, si la hubo no fue mía: fue la de los hombres que viven la hora que pasa, y de quienes he encarnado, sin querer, el entendimiento exterior de este momento.

¿Esperar? ¿Qué tengo yo que espere? El día no me promete más que el día, y yo sé que éste tiene transcurso y fin. La luz me anima pero no me mejora, pues saldré de aquí como para acá vine —más viejo en horas, más alegre una sensación, más triste un pensamiento. En lo que nace, tanto podemos sentir lo que nace como pensar lo que ha de morir. Ahora, a la luz amplia y alta, el paisaje de la ciudad es como de un campo con casas —es natural, es extenso, es combinado. Pero, aun en el ver de todo esto, ¿podré yo olvidar que existo? Mi conciencia de la ciudad es, por dentro, mi conciencia de mí.

Me acuerdo de repente de cuando era niño y veía, como hoy no puedo ver, a la mañana rayar sobre la ciudad. Entonces no rayaba para mí, sino para la vida, porque yo, entonces (no siendo consciente), era la vida. Veía la mañana y sentía alegría; hoy veo la mañana, y siento alegría, y me pongo triste. Ha quedado el niño, pero ha enmudecido. Veo como veía, pero por detrás de los ojos me veo viendo; y sólo con ello se me oscurece el sol y el verde de los árboles es viejo y las flores se marchitan antes de aparecer. Sí, antes yo era de aquí; hoy, a cada paisaje, por nuevo que sea para mí, regreso extranjero, huésped y peregrino de su presentación, forastero de lo que veo y oigo, viejo de mí.

Ya lo he visto todo, hasta lo que nunca he visto, y lo que nunca veré. Por mi sangre corre hasta el mejor de los paisajes futuros, y la angustia del que tendré que ver de nuevo es para mí una monotonía anticipada.

Y asomado al antepecho, disfrutando del día, sobre el volumen variado de la ciudad entera, sólo un pensamiento me llena el alma: el deseo íntimo de morir, de acabar, de no ver más luz sobre ninguna ciudad, de no pensar, de no sentir, de dejar atrás, como un papel de envolver, el curso del sol y de los días, de quitarme, como un traje pesado, al borde del gran lecho, el esfuerzo involuntario de ser..."


251
"He vivido, durante unas horas incógnitas, momentos sucesivos sin relación, en el paseo en que he ido, de noche, a la orilla solitaria del mar. Todos los pensamientos, que han hecho vivir a hombres, todas las emociones, que los hombres han dejado de vivir, han pasado por mi mente, como un resumen de la historia, en esta meditación mía andada a la orilla del mar.

He sufrido en mí, conmigo, las aspiraciones de todas las eras, y conmigo se han paseado, a la orilla oída del
mar, los desasosiegos de todos los tiempos. Lo que los hombres quisieron y no hicieron, lo que mataron al hacerlo, lo que las almas fueron y nadie dijo: de todo esto se ha formado el alma sensible con que he paseado de noche a la orilla del mar. Y lo que los amantes extrañaron en el otro amante, lo que la mujer ocultó siempre al marido de quien es, lo que la madre piensa del hijo que no ha tenido, lo que tuvo forma solamente en una sonrisa o en una oportunidad, en un tiempo que no fue éste o en una emoción que falta —todo esto, en mi paseo a la orilla del mar, ha ido conmigo y ha vuelto conmigo, y las olas retorcían magnamente el acompañamiento que me hacía dormirlo.

Somos quien no somos, y la vida es veloz y triste. El ruido de las olas por la noche es un ruido de la noche; ¡y cuántos lo han oído en su propia alma, como la esperanza constante que se deshace en la oscuridad como un ruido sordo de espuma profunda! ¡Qué lágrimas lloraron los que obtuvieron, qué lágrimas perdieron los que consiguieron! Y todo esto, durante el paseo a la orilla del
mar, se me tornó el secreto de la noche y la confidencia del abismo. ¡Cuántos somos! ¡Cuántos nos engañamos! ¡Qué mares suenan en nosotros, en la noche de ser nosotros, por las playas que nos sentimos en los encharcamientos de la emoción!

Lo que se ha perdido, lo que se debería haber perdido, lo que se ha conseguido y ha satisfecho por error, lo que amamos y perdimos y, después de perderlo, vimos, amándolo por haberlo tenido, que no lo habíamos amado; lo que creíamos que pensábamos cuando sentíamos; lo que era un recuerdo y creíamos que era una emoción; y el
mar en todo, llegando allá, rumoroso y fresco, del gran fondo de toda la noche, a agitarse fino en la playa, en el decurso nocturno de mi paseo a la orilla del mar...

¿Quién sabe siquiera lo que piensa, o lo que desea? ¿Quién sabe lo que es para sí mismo? ¡Cuántas cosas sugiere la música y nos sabe bien que no puedan ser! ¡Cuántas recuerda la noche y lloramos, y no han sido nunca! Como una voz suelta de la paz tumbada a lo largo, el enrollamiento de la ola estalla y se enfría y hay un salivar audible por la playa invisible.

¡Cuánto me muero si siento por todo! ¡Cuánto siento si así vagabundeo, incorpóreo y humano, con el corazón parado como una playa, y todo el
mar de todo, en la noche que vivimos, batiendo alto, zumbón, y se enfría, en mi eterno paseo a la orilla del mar..!